Le he pedido al Vitorio de regalo, para estas Navidades, uno de esos presidentes parlantes que se han puesto de moda en los Estados Unidos. Allí uno puede comprarse un mini-Bush en forma de muñeco que repita lo de las armas de destrucción masiva, o un Clinton que niegue haber sucumbido a los encantos de su becaria, pero yo espero que los comercialicen en España en versión autóctona y podamos muy pronto encontrar en las tiendas algún presidente de los de casa, con su repertorio de frases célebres. A lo mejor así se las pensaban.
Pero aún no he decidido cuál prefiero. El de Felipe no me desagrada. De pana o ya de traje, puedes apretarle el botón para que te diga sin acritud que creará 800.000 puestos de trabajo y que, por consiguiente, lo importante es que el gato cace ratones. Si además le colocas enfrente al de Aznar, con su «váyase, señor González», uno puede sentirse transportado a ese remoto tiempo en que uno se creía, con no poco optimismo, que nuestra democracia era un milagro: un cambio y un recambio, un perfecto engranaje de momentos de magia.
Si fuera masoquista – y un poco más absurda -, optaría por un Zapatero «zezeante», inoperante y claudicante que volviera a prometerme, con voz tartamuda, que dentro de un año estaremos mejor que hoy. No es algo que parezca difícil, aunque sí improbable. Pero, con el permiso de nuestro actual presidente, la frase que ha marcado y salvado este año ha sido la del Rey: el «¿por qué no te callas?» se merece ella sola un muñeco gigante. Que habría que regalarle a este mundo facundo y desquiciado. A fin de cuentas ha ayudado a un pueblo a detener a un hombre que ya ha hablado bastante.