Antiguamente, cuando el imperio, los españoles éramos en el Mediterráneo el botín predilecto de los berberiscos, y en el Atlántico, la presa más buscada de los corsarios. Tampoco en Flandes, Francia o Italia se nos perdonaba con gusto la vida. Y era lógico, porque íbamos por el mundo con más inhibidores que talante. A Cervantes nos lo apresaron los argelinos para que se diera un baño de mazmorras, y nuestros galeones, cargados de oro, se iban a pique para que luego nos los saqueara un Odyssey. En aquellas Españas, una veces morías y otras veces matabas.
Ahora que del imperio no nos queda ni el traje, y hasta se nos descosen las costuras del mapa, no se entiende esta caza del homo hispaniensis. Nos hacen picadillo en Marruecos, nos matan en Afganistán, nos escabechan en el Líbano, nos revientan en Yemen y en el Madrid de un marzo laborable nos mandan por docenas a los malvas del cielo. Ser español empieza a parecerse a llevar en el pecho una diana. Ponemos carne libre, más o menos moderna, y un sinfín de discursos y palabras, en todas las sartenes donde hierva un conflicto. Se nos da como a nadie morir y no hacer nada.
La pregunta es por qué. Por qué nuestros turistas, por qué nuestros soldados. Por qué y con qué complejo permitimos que por nuestros caminos transiten explosivos, psicópatas, mafiosos, siniestros personajes, perros enloquecidos, caballos desbocados, cazadores cobardes y furtivos. ¿Por qué hacemos de zorro en esta cacería? Quizás porque llevamos una herida profunda, hecha de autodesprecio y de automoribundia. Quizás porque ya somos una verdad de nadie. Y en este viaje al corazón del bosque, vamos dejando un rastro de estupor y de sangre.