El deseo

El deseo

¿Se imaginan ustedes lo que ocurriría si los españoles, todos, empezáramos a manifestarnos contra cualquier circunstancia pretérita que nos siga pareciendo indignante? Podríamos salir a la calle para protestar contra el GAL del señor González, contra el golpe de Tejero, contra los cuarenta años de dictadura, contra la guerra civil, contra la quema de conventos, contra la pérdida de Cuba y contra el Barranco del Lobo. Es curiosa, esta afición que le han cogido algunos compatriotas a reescribir la Historia.

Siempre he pensado que en democracia el único sentido de una manifestación es ejercer presión sobre la persona llamada a decidir sobre un asunto que nos importa. Siempre, claro, que esa persona tenga alguna razón para escucharnos. Se trata, en definitiva, de que los ciudadanos puedan influir en la vida política cuando sienten que lo que se baraja es algo más que un naipe. Por eso no entiendo esas manifestaciones que el franquismo organizaba para reclamar Gibraltar, ni esas manos blancas que le exigían a ETA el fin de la violencia, ni esta última marcha contra una ocupación finalizada, y acaso sin salida.

De mirar hacia atrás, yo maldeciría los aviones que un once de septiembre ensartaron las torres gemelas iniciando, me temo, una nueva y candente guerra fría. Es lo que tienen las guerras de verdad: que no puedes devolver los cascos, como en las de Gila, ni llamar a los Estados Unidos y pedir que te pongan con uno. Pero a lo mejor las pancartas del sábado no eran voces alzadas por la paz, sino más bien contra un ex presidente, su partido y la monarquía constitucional. Entes, según algunos, perfectamente prescindibles. Aunque sólo sea en forma de deseo. Sociedad Anónima.


Laura Campmany