El conocido hasta ahora como “Gürtel” es un caso que no sólo te rellena más de cien telediarios, sino que, por la su intriga, los sus sutiles meandros y la indudable viveza de sus más bellos diálogos, va empezando a merecerse un romance en castellano. Imagínense al Bigotes – por citar a un empresario de los que encarnan la trama – relamiéndose el mostacho al ver lo mucho que cunden determinados contratos, las verbenas mitineras y hasta el Espíritu Santo, y a más de un cargo pepero consintiendo y procurando esos tejes y manejes que se van organizando a cambio de una propina (también se aceptan regalos) con que alegrarse las horas, renovar el vestuario, contentar a la parienta o cambiar de utilitario, y díganme si no sienten siquiera un poco de asco.
Pero lo malo del Gürtel como tema de relato es que, con ese Guadiana que viene siendo el sumario, ni los más impertinentes conseguimos enterarnos de lo que es cosa probada y lo que no está probado. Aunque algunos nos tememos, por lo que visto llevamos, que lo peor de este cuento, que acaso sólo ha empezado, no es lo que casi sabemos, sino lo que sospechamos. Que no hay partido en España que no lleve en el zapato alguna piedra que cruja, algún cordón desatado, algún boquete en la suela o calcetines prestados. Los amigos de lo ajeno siempre juegan a dos bandos y a veces te los encuentras – ¿es que tendrán cuatro manos? – de aperitivo en Valencia y en La Moncloa almorzando, o, dicho de otra manera, en la boda y repicando. Aquí el que no se consuela es que no tiene un escaño.