Es difícil imaginar adónde nos conducirá este primer paso hacia la nada que es la independencia de Kosovo, declarada unilateralmente y pasándose por el arco del triunfo los más elementales principios de la legalidad internacional. Si admitimos que cualquier pueblo, sobre la base de sus señas étnicas o culturales, tiene derecho a marcar sus fronteras y constituir, dentro de ellas, un Estado propio, podría ocurrir que a algunos de los países que han dado el sí quiero al sonado divorcio se les pinchase el globo de la «grandeur», o se les quedase en cueros el » über alles».
España, como mínimo, tendría que fragmentarse en cuatro trozos. Y digo como mínimo porque en cada una de las porciones habría motivos más que suficientes para seguir cortando. ¿No tendrían derecho, por ejemplo los vascoespañoles, a declarar también su propio Estado? ¿Y qué hay de otras posibles diferencias? En una Europa nueva y a la carta, sólo habría que llamar al camarero y pedirle naciones como si fueran platos: aquí una de Galicia, aquí una de Bretaña, aquí una de Baviera, aquí una de Padania… Oído barra. ¡Marchando!
Hechos diferenciales se me ocurren a cientos. Sin salir de Madrid, hay unos cuantos barrios con personalidad bien definida. A los de Chamberí, La Vaguada o Vallecas, los veo perfectamente como Estados. En otros sitios ya me pierdo un poco, pero a mí los arroces no me saben lo mismo en Castellón, Valencia y Alicante. De Murcia y Cartagena, ya mejor ni les hablo. Yo, para ir preparando mi propia independencia, promuevo mi idiolecto, que voy normalizando. Me faltan subvenciones, así es que las acepto. No veo el momento de decirle al mundo que soy la Presidenta de mi cuarto.