Este país no es serio. Y digo «este país» porque en eso nos hemos convertido. En este tinglado, este conglomerado de viruta pomposa, esta lata de variantes, este puzle de raíces y puntas, este parque de coches oficiales, esta cumbre de próceres canijos, esta oscura trastienda de pócimas y trueques, este palio confuso de banderas, este polvo disperso, esta tierra de nadie. No es serio andar en charlas con unos asesinos, y tolerar sus golpes, insultos y amenazas, y negar a las víctimas un pedazo de calle.
No es serio que la ministra de Sanidad proyecte convertir el vino en un pecado, y al tiempo su partido promueva entre los jóvenes curdas electorales. Aunque luego la Junta las prohíba. Y digo electorales por no decir dolosas, por no quedarme muda, o de estuco, o de piedra. Votar, que a mí me conste, no viene de botella. ¿Cómo puede un partido democrático, aunque en este país casi nada lo sea, usar una ciudad y sus muchachos para llenar las calles de potas y violencia justo cuando la ley impone a las campañas su flor de pensamiento, su tic de reflexión, su pudor de respeto al adversario?
En las tabernas del lejano oeste, tan sólo los rufianes escondían un as bajo la manga. En la ruleta rusa, la derrota o el triunfo dependen para todos de una sola, pero la misma y caprichosa bala. En los duelos, los hombres se quitan la chaqueta, y apuntan en el orden que les toca. En los países serios, la norma es garantía de libertades. Pero éste es un país de bandoleros, donde ya no respeta la ley ni el que la hace. La civilización no es más que un juego. Pero un juego crucial en que las reglas importan tanto o más que quién lo gane.