Escribo este artículo en castellano, esa lengua a la que fuera de España todo el mundo llama español. Esa lengua que mi amiga Claudine, una francesa que se templa como una guitarra en cuanto traspasa los Pirineos, decidió perseguir, y conocer, y casi conquistar, cuando se la cruzó una vez por las calles de París. Es también la lengua que me recibió en Ecuador, y en Colombia, y en Perú, y en Cuba, y en Santo Domingo, en todos esos viajes en los que me he ido embarcando con el corazón abierto, sin posibilidad de retorno, para quemar lo estrecho de mis naves.
A cualquier español debiera parecerle que este artículo está escrito en una escala familiar y propia. Puede en ella, si quiere, convocarme a cualquier entendimiento, disensión, ilusión, aburrimiento, impaciencia, debate, fantasía… Podría en ella iniciarme a otros verbos y acentos, y hasta a un modo distinto de entender el color de las palabras. Pero si falta el punto en el que se intercambian los caminos, los hombres nos hacemos enemigos y ajenos, como un tigre que ruge frente a un perro que ladra.
Aprender español en esta piel de toro en la que, por su cauce, corrieron tantas aguas no es ni un lujo, ni un peso, ni un capricho. Sólo esos seres torvos, engreídos, entecos que a veces se encaraman sobre nuestras perplejas papeletas pueden sembrar de sal los campos en que brota, y crece, y se reparte, nuestro idioma. Ahora ese aprendizaje ya figura, en «buenhora», en las primeras rayas, o rayos, de un programa. Tendrá que ser un hecho, no sólo una promesa. Opinen lo que opinen las bisagras, tienen todo el derecho – y también el deber, quizá el primero – a hablar los españoles español en España.