Eres absurda, muerte. Entiendas o no entiendas. Tonta como una mueca desabrida, como una serie tonta de verano, como un suelo rugoso por el que no corrieran las canicas, como un hechizo torpe y nunca pronunciado, como un hotel sin puertas, como el polvo y el humo con los que tanto tratas, como un cajón volcado, como un beso de arena, como la línea recta de un encefalograma. Eres impertinente como una barca rota, y siempre llegas pronto donde no se te espera. Farsante, terrorista, parásito, fantasma. Basura, hiena inmunda, vieja idiota.
Te has comido al Leopoldo pequeñito y delgado que saltaba, en los bancos de nuestra “vecchia scuola”, de lo extraño a lo cierto, como una greguería, como un niño inspirado y generoso, o ya como un poeta, o como un saltimbanqui. Como un duende risueño y malicioso que anhelara vivir en los tejados, lo mismo que Massiel, su gata libertina. Tenía una lavadora de colores, y en la frente, un flequillo de burbujas. Leopoldo era un muchacho casi rubio por dentro. Hablaba de la vida en verso, voz y prosa. No sé cómo la muerte, esa bruja ignorante, ha podido escribirle este “descuento”.
Bajo un rayo esquinado que me araña las venas, que me trae mil recuerdos de torres espumosas, y la nieve escarlata de El Gijón en invierno, y un sabor a limón imaginario, e ingenuas maldiciones en noches inmortales, y alfombras muy mullidas, y techos cristalinos, y nuestra condición, y nuestro tiempo, y sexos delirantes, vivos, desobedientes, y un mundo hecho de alfiles y alas de mariposa, y risas, y ocurrencias, y tanta luz en vano, juro solemnemente que no sé lo que digo, y estoy desesperada, malherida, furiosa. Acaba de morírseme un amigo. Acaba de morírseme un hermano.