Madrid es ella misma tres veces. Es la ciudad del humo y los clamores, donde nada se olvida. Son las tardes del Ritz un poco acartonadas, las lánguidas acacias de los blandos paseos, las tormentas de mayo, los salones de moda, las rosas del Retiro, los viejos palacetes, los cielos muy azules como un mar muy lejano, una vaga memoria de organillos huidos, la luz de Antonio López flotando en la Gran Vía, las torres inclinadas, los pueblos de chabolas, los magnolios cansados de tanta baronesa, lo antiguo y lo moderno, lo cruel y lo humano. Madrid, ciudad abierta al rencor y sus flores. Madrid, entre la espiga y la amapola.
Madrid es donde rompen las fes y las vanguardias. Ya lo dice el proverbio, que de Madrid al cielo. Toda la calle es gente, gente de muchos sitios que vino aquí a poner su tenderete y se compró unos tiestos y un futuro con planos, se puso a tener hijos que llenaran Rockola, se puso a hacer historia entre Lhardy y Chicote, y aprendió a ser Europa los domingos con libros de la Cuesta de Moyano. A Madrid vino Lorca y conoció a Unamuno. A Madrid vino Goya y oscureció a Velázquez. A Madrid baja el agua de las nieves eternas y a Madrid sube el fuego de las noches fugaces.
Mucha ciudad es ésta para que la gobierne un Miguel sin espada o un Sebastián sin dardos. Para guiñarle un ojo a la «señá» Cibeles o meterse en el túnel de una foto, primero hay que ser alguien. No basta con subirse a la yema de un dedo. Aquí hacemos un sayo de una capa. Aquí necesitamos alcaldes de una pieza. Iba a decir gallardos. Porque que somos gentes de aire propio, y nos importa un bledo la pulga del vecino o cómo le dé el opio una chulapa, lo saben en Madrid hasta los nardos.