Adolfo Suárez podía prometerse a sí mismo, y se prometió, que nos llevaría de la dictadura a la democracia, de las imágenes en blanco y negro de «Cuéntame» a las papeletas de colores de las primeras urnas, de la excepción a la normalidad, de la prensa del Movimiento a la prensa del cambio, del Nodo a La Clave, de la cárcel al mitin, del centralismo a las autonomías y del pasado al futuro. Creyó que era posible y, con airoso paso, saltó a un cuerda floja donde, aun soplando el viento, ningún golpe pudiera derribarlo. Hoy se estudia en el mundo esa acrobacia.
Podía prometernos, y nos prometió, un país democrático, moderno y racional, una Constitución que nos sirviera a todos de unión y garantía, un sistema económico eficiente y más equitativo en el reparto, sinceridad, realismo, transparencia, y un gobierno basado, casi a partes iguales, en el sólido cuerpo de las leyes y en el alma flexible de los pactos. Decíamos ayer que España ya era libre. Adolfo cumplió ayer setenta y cinco años. Y es curioso, que el tiempo nos encuentre, a nosotros, fatalmente confusos, y a Suárez, en un mundo imaginario.
Tendríamos que habernos prometido toda la reciedumbre de aquel joven valiente. Jurar, en condición de ciudadanos, que nunca volveríamos a tirarnos los libros, las lenguas, las banderas, las fuentes, los retratos. A base de buscarla con mañas de trampero, estamos hoy perdiendo la memoria. Puede que lo que Adolfo ya no guarda en la suya no fuera más que un sueño, un milagro, una tregua. Pudo, en esto o aquello, haberse equivocado. Aquí no hay quien se salve de alguna biografía. Pero si alguna voz le queda dentro, ha de estarle sonando a esa promesa con que puso la paz en nuestras manos.