El chupete

El chupete

No sé cómo escribir este artículo. Tengo metido entre ceja y ceja, entre pecho y espalda, entre mi sol y mi sombra, entre los más hondos pliegues del desaliento, en mi incredulidad casi inocente, en el tarrito estéril de mi propia impotencia, en un icono negro que oculto en la pantalla, en la luz que ahora flota en mi buhardilla, y hasta en la huella que dejó en mis ojos la primera mirada de la aurora, tengo casi metido entre los labios ese chupete rosa que una mujer sujeta, como si fuera un hilo, entre las manos, esperando que pueda devolverle – pues era su destino – la sonrisa de nieve de su bebé que ríe, el puchero vencido de su bebé que llora. Historia de personas huyendo del silencio, del infierno, del hambre, del color de la nada, y atravesando mares como quien cruza un río por ver si al otro lado hubiera menos polvo, y creciera la hierba más frondosa y más alta. Historia de un cayuco que viajó a la deriva y se tragó los cuerpos de nueve almas pequeñas, seres por estrenar, velas recién prendidas, todavía con un firme interrogante, hecho a partes iguales de valor y sorpresa, en cada dedo alzado al infinito. Cuando leo que murieron salados, abrasados, cuando leo que tuvieron que acostarse en la cuna del hambre y de las olas, de la fiebre y del viento, cuando pienso despacio que murieron entre gritos de horror y desamparo, y no bajó a salvarlos ni un rayito de luna, y ya habrán sido pasto de los peces, se me quitan las fuerzas y las ganas de asistir a mis propios funerales. Y quisiera bajarme de este mundo, que se lleva a los niños con bocados de espuma. De los nueve pequeños, sólo queda lo inútil de otros tantos chupetes. No sé si con papeles o ilegales.


Laura Campmany