A Paco Umbral se le ha vuelto cenizas el verano, que es la vida. Se han cruzado de brazos los placeres, los sillones de mimbre – que le prestaban hombros y algo así como un clima a su descarnadura entrecruzada -, los gatos que de noche se leían sus libros, las ninfas de cristal en que bebía, el Madrid con que urdió su terciopelo, el gesto destemplado, el pan, los nombres sueltos, sus versos, siempre machos, su pálida bufanda. Se le acabó el humor y el personaje. Siempre estuvo en las Letras, y ahí se queda inmortal y casi rojo. Ni estuvo ni estará ya en la Academia, ese subgénero literario.
A nuestra vieja lengua poderosa, mitad sublimación, mitad ultraje, el tiempo le ha cerrado una compuerta. Fluían, desaguaban en ella las columnas de Umbral, sus visiones, sus lances, su absoluta incoherencia y sus amotinados adjetivos. Umbral era una sílaba lasciva, capaz de proyectarse en cualquier cosa. Creo que amaba su lengua de Castilla, y la mandó a surcar noches y mares, más que nada en el mundo. Cuando llegó al Gijón la hizo su esclava, se la robó a los pulcros señoritos, y luego la trató como a una diosa.
Yo no le conocía, ni le he visto jamás vestido de paisano, con una escueta manta en las rodillas. Nunca le he visto acariciar el lomo del hastío. A lo mejor es que ese Umbral pequeño, el humilde, el cansado, el vulgar, no existía. He llorado tu muerte sin saber por qué lloro. Ni por qué me empobrece tu estruendoso silencio. Quizás porque a tu modo irrepetible, tan fosco, tan sincero de artificios, me dabas de comer todos los días. Después de tu sonata, los arpegios parecen impostores. Mis respetos, maestro. Por si algo te consuela, te echaremos de menos dos Españas.