El burladero

El burladero

Pasé por la T-4 hace sólo unos días. Allí es donde aterrizan ahora los aviones que vienen de Bruselas. Tardé aproximadamente una hora en encontrar las maletas. Ellas ya llevaban lo suyo girando en la cinta, pero de eso todavía no se habían enterado las pantallas. Y vete tú a buscarlas entre el cielo y el suelo. La persona que vino a recogerme había dejado el coche en el parking. Sector D, junto a los ascensores. El Vitorio iba unos pasos por delante. A mi hija la llevaba yo en brazos. Y sí, tuvimos suerte, porque no, no saltamos por los aires.

Quiso el destino, grato, que ese día no fuera el elegido por la ETA para engrosar las estadísticas de accidentes mortales. Ésos tan fastidiosos que a uno le pillan durmiendo en casa, cuando las estufas te enfrían para siempre, o en un cruce esquinado, cuando un loco con puntos se te lleva muy sobrio por delante. O en una Terminal. Otra fecha de vuelo, un programa distinto, un adelanto aquí o allá un retraso, y eres carne de noche. Se te solidariza un tal Otegi. Y como te descuides, suspendes los procesos, aunque nunca pensaras aprobarlos.

O los rompes, quizás. Total, por un vulgar aparcamiento de un aeropuerto más, el de Barajas, desde el que se levantan los aviones que te llevan al mundo desde España… Total, por unos cuantos extranjeros, algunos coches, varios “emigratas”, una insensata sensación de hielo, tres Carlos, siete Juanes o dos Lauras, no vas a abandonar el burladero. Que los toros se sientan como en casa. Dejémosles que salgan de chiqueros, revienten al caballo si les cuadra, y vamos a aplaudirles la bravura de rendir al torero y a la plaza. No sé qué duele más, si usted, maestro, el miedo, la vergüenza o la cornada.


Laura Campmany