Los Carnavales

Los Carnavales

Me he venido a Tenerife a disfrutar los Carnavales por no sufrirlos en Bruselas ejerciendo a la vez, como si eso fuera posible, de madre y trabajadora. Por allí todavía se celebra esa cosa tan alpina de la semana blanca, consistente en que los colegios se toman un respiro so pretexto, te cuentan, de que hay nieve en las montañas. Lo demás es tu problema. Como la condición de funcionaria europea, por más falacias que se publiquen, no da para mucho remonte, y sí para mucha nostalgia de sol y luna, he metido la mano en mi cartilla de holganzas y he sacado la luz de unos días.

En estos paraísos atlánticos, ya saben, los duendes del Carnaval andan quejosos y enfurruñados. Unos vecinos de Santa Cruz dicen que esta semana aquí no hay quien viva. Que una cosa es la juerga y otra el infierno, y que siete son muchas noches para no pegar ojo, y que uno, aunque parezca mentira, con la edad se hace dueño de su casa. Algo tendrá que inventarse el alcalde Zerolo para que cada cual celebre su fiesta: unos, la de la carne, y otros, la del silencio. Entre estos dos derechos enfrentados, sólo cabe la pura fantasía.

Y luego viene Amargo y revienta la gala: estrellas invisibles, vetos inaceptables (ni bajas, ni gorditas), números enlatados, guiones sin concierto y famosas sin fama. Esto suena a llamada del ahorro. A Carnaval vendido o subastado. A bazofia que el pueblo no consume. El silbido o la chufla son el pañuelo blanco de la tarde. Chapucitas que vienen, chanchullitos que pasan… Aún vibran los acordes de alguna chirigota. Esa música alegre que te mata de risa, pero a veces le pone, entre pitos y flautas, una lágrima viva a una máscara rota.


Laura Campmany