28 de diciembre. El Vitorio, mi hija y servidora nos disponemos a facturar nuestro
equipaje en el vuelo Madrid-Málaga que, en teoría, despegará a las 11.50. Traemos los
asientos reservados desde Bruselas. Y empiezan las bromas. Con el tercer billete, salta el
“overbooking”. Hacía tiempo que no volaba con Iberia y casi había olvidado esa palabra. Nos
dan tres tarjetas de embarque: una en “stand-by”, o sea, en lista de espera, y las otras dos en
filas distintas. Deberíamos haberlas sacado desde casa por Internet, observa, didáctica, la
empleada de la compañía. Le explicamos que si compras los billetes con tarjeta de crédito – es
decir, del único modo en que puedes hacerlo – la página web no te deja emitirlas. Pues es
verdad, constata la propia. Y se queda tan fresca.
Salimos por la K 91, en un extremo del aeropuerto, y allá que nos dirigimos. Segunda
broma: cambio de puerta. Desandamos todo el camino y llegamos a la J 43, donde por varios
indicios – ninguno humano – deducimos lo que en seguida se convierte en la tercera chanza de
la mañana. Las pantallas anuncian un retraso de un par de horas y un nuevo cambio de puerta.
Esta vez, para llegar al punto de embarque, hay que sumar a la práctica del senderismo una
visita a las catacumbas y un paseo en tren. En la M 22, por supuesto, tampoco hay nadie.
Cuando ya hemos abandonado toda esperanza, nos cargan en un autobús. El cual, para
redondear la inocentada, nos conduce hasta un chárter que en nombre de Iberia y entre efluvios
de orina nos da la bienvenida y nos desea un feliz vuelo. Llegamos a Málaga cinco horas
después de lo previsto. Sin una sola explicación o disculpa. Todavía me estoy partiendo de la
risa.