No sé a qué viene tanta protesta por la construcción de una pequeña tubería que recorrerá unos pocos kilómetros para llevar agua desde el delta del Ebro a Barcelona, la ciudad de los prodigios. Se trata, como ustedes saben, de una mera transferencia de ahorros, de una conexión de redes hídricas, de una momentánea – o puntual, como diría un ministro – cesión de derechos, o, en términos más esotéricos, de una captación, succión o abducción sin impacto, o sea, de un sencillo acarreo, eso a lo que técnicamente podríamos llamar un no trasvase.
Lo único malo de este no trasvase es que se percibe como un agravio comparativo en otras regiones de España también amenazadas, o ya devastadas, por la sequía. Ésas que llevan años pidiendo que se canalice hacia sus magras cuencas el caudal que otros ríos vuelcan al mar, que es el morir. Su industria, su paisaje, sus cultivos, el futuro del suelo y de las gentes dependen por entero del «abrazo del agua». No es algo que preocupe a Zapatero. Si le votas, te monta con Montilla un no trasvase. Pero, si no le votas, te quedas sin trasvase, y aún encima sediento.
En Murcia, donde tengo enterrada la mitad de mi corazón, giran, ya sin aliento, los viejos cangilones de las norias. Bostezan la acequias, para ver si les cae en la boca una lágrima. A base de paciencia y de goteo, saben a luz dorada los limones, y a azúcar, los tomates. Allí, con cuatro gotas venidas de la nieve, dan fruto los naranjos. Allí, con una niebla, revienta el jinjolero. Pero, claro, no tienen tripartito, ni han puesto a Zapatero al mando de la vega. Tendrán que dedicarse al cultivo del ajo. El agua, de momento, ni ha llegado, ni está, ni se la espera.