Dibujo mis palabras con un pincel muy fino que a veces se trasluce en la paleta y otras veces se suelta la melena boscosa, y se enreda, y araña. No sé en qué tierra nacen, ni por qué plano inclinado se precipitan, ni en qué pista dura y brillante como el hielo patinan hacia el umbral de los secretos y eligen una frase obsesionante. Una intención para una música. Un decir lo que ya sale a mi encuentro, y duele en su anticipo de contrarios, y ayer era París cruzando el Sena, y hoy es un sucesivo cementerio.
Ando mezclada en todo lo que abrazo, y en todo lo que muere y lo que nace. Estoy contaminada hasta niveles críticos, como una mariposa bajo su propio efecto. Cuando observo la nieve derretida, o encajo un huracán como una bofetada, o se me escapa un sueño por la puerta de un ojo. Cuando mastico las hojas verdes de los últimos ramos, y me prendo, como el Keaton de Alberti, de una auténtica vaca, del triángulo rosa de los atardeceres, de la suave pelambre de los días pequeños, o juego al desencanto y se me va el aliento por una caracola, todo el dolor de un hombre llora sobre mi falda.
No sé qué hacer con él, si arrullarlo o nutrirlo. A cantar nanas tristes te enseña la marea. Entre el valle y la cumbre, a la sombra de flacas enterezas, siempre acecha una flor. Más allá, ruge el viento y alardean los mástiles. Los gallos de pelea picotean el humo. Llueven, como discursos de tirano, los ácidos residuos de las fábricas. Nos estamos amando en un lecho de estiércol. Y va girando el mundo a su manera, entre vivo y letal, entre bronco y sumiso, infatigablemente equivocado. Tan ciego, tan oscuro, tan hermoso…, tan desgraciadamente en nuestras manos.