Así se llama la película más hermosa que conozco. No es mucho lo que pasa. Un hombre detiene su coche y deposita a una mujer, con su equipaje, ante un motel de carretera perdido en el “Far West”. Ella es visiblemente alemana y extremadamente meticulosa. Pesa mucho y habla poco. Pero las palabras que calla, su sonrisa las dice. O la luz y la espuma del jabón con que friega. Encandila al tugurio con sus juegos de magia. Luego muestra los senos, y uno ya ve dos corzos. Todo el mundo, al final, la solicita: “I’m calling you”.
No se entiende, en esta historia sin fisuras, por qué el desangelado cafetucho se llama “Bagdad”. El caso es que yo, cada vez que pienso en Irak y su guerra, me acuerdo de él. Quizás porque a la verdadera Bagdad le ha pasado lo contrario. Toda la infamia, toda la injusticia, toda la desidia de sus calles recibió una visita inesperada. Con un poco de ganas, habríamos pensado que algunos sacrificios o daños laterales, tanta ruina sin mármol y hasta una cifra escueta, razonable de muertos eran el precio justo del orden que traería.
Ya digo que con ganas. La de Irak es la historia de un múltiple fracaso. Se han cometido tantos errores, empezando por las premisas, que el mundo se ha partido en dos planetas: los que nunca han estado de acuerdo, y los que ya sospechan que tampoco. Me temo que a un presidente nuestro le costó el “in bellezza”. Tres negritos fueron a cenar. Ya saben. No niego que existieran razones de alambicada estrategia o alta política para una intervención en Oriente Medio. Pero se ha hecho muy mal. Si fuera una película, jamás habría tenido que rodarse.