A quien piensa, o dice, que Rajoy no ganó el debate del lunes, yo le preguntaría si realmente lo vio. No ya si escuchó los argumentos de los dos candidatos, sino si se fijó, discurso adentro, en el puente de espuma o de madera que enlaza las palabras y los hechos. Si midió la coherencia o el aplomo, la hilazón, los reflejos, la ironía… Si percibió en los ojos realidades o sueños. Y hasta si comprobó que la sonrisa, tan cara a nuestro caro Zapatero, conforme iba adelante el cara a cara, se le iba por detrás desdibujando como un ángel muy bajo de insulina.
Aquello, desde el principio, se pareció a un combate de boxeo, con la llegada televisada de los dos púgiles al cuadrilátero, la foto para el cartel de la noche y hasta una cuenta atrás al más puro estilo «made in USA». Para serles sincera, me sorprendió bastante el resultado. Zapatero, con las cejas más circunflejas que las de su propia caricatura, iba desgranando los consabidos reproches con cadencia de tango. Mientras, Rajoy, subido a sus papeles, armado de recortes implacables y bastante bien hechos los deberes, iba, con cada flecha, clavándose más cerca de su blanco.
Le sobró, me parece, ese cuento empachoso de la niña bilingüe, ejemplar y viajada, con que cerró su turno. Yo esperaba un resumen del programa, y no una redacción de alumnos de la ESO. Pero duró un minuto, y no será difícil olvidarlo. Rajoy se subió al coche contento de sí mismo, mientras que el Presidente contestaba a las felicitaciones como diciendo «no» con la cabeza. Aseguran los suyos que ha barrido. También, pero a dos pasos del empate, le otorgan la victoria los sondeos. Quizás es que yo he visto otro debate, o digo solamente lo que veo.