Los chicos de ayer

Los chicos de ayer

Se ha ido Antonio Vega a ese lugar oscuro que algunos hombres temen y persiguen, quizás con la misma intensidad. En la capilla ardiente, ha dejado a la vista sus guitarras y ha bajado su propio telón de terciopelo, el que puso en su voz toda la hondura, toda la lluvia y el cristal mojado de un tiempo que parece congelado en un copo de acordes infinitos. Su ausencia suena a pop, como una palomita, te deja el corazón como llorando, y en los labios, la flor envenenada de una primera y ya postrera cita.  

Pero ahora necesito hacer un alto. Pongo en marcha el iPod y selecciono, de entre mis grabaciones favoritas, la que habla de una chica del pasado que alguna vez fui yo. Y de juegos prohibidos y risueños jardines, y ventanas abiertas y cabellos dorados. Hay canciones que sólo son hermosas, y otras que llevas dentro, porque las has vivido. De la que estoy oyendo y he escuchado mil veces, me sé cada segundo, cada luz, cada nota, como si fuera mía, como si aún fuera joven y aún estuviera intacta, pero desesperada y ya tan rota. 

Adiós, Antonio Vega. La llama de tu muerte nos consume, generando una muda transferencia. Hay mucha soledad en este entierro, pero compacta y ciega como un hilo de lágrimas. Lágrimas que se dejan llevar por ti hacia donde tu música te anula y te promete. Sólo hay una frontera entre el día y la noche, y sólo es inmortal quien la traspasa. A este lado, tu aliento, tu mundo repartido. Al otro, tu destino mutilado. De nuevo nos has hecho comprender que es demasiado tarde para todos, y somos, eres, somos esos chicos de ayer.


Laura Campmany