La guerra de los buses

La guerra de los buses

Al parecer, circulan por Barcelona autobuses que proclaman, como con Teruel, pero a la inversa, la inexistencia de Dios. Lo más curioso es que, partiendo de esta premisa, se invita al personal ambulante a gozar de la vida sin freno, según la lógica implícita de que ni habrá premio para las buenas acciones, ni castigo para las malas. Extraña manera de defender y propagar el ateísmo, supuesto objetivo de esta campaña. Yo creía que los ateos, tan respetables en su descreimiento de un orden divino, tenían su propia ética. Y llegaban, por más rocosos cauces, al mismo mar de la grandeza humana.  

Ya ha habido un contraataque. Y eso que a estas alturas hasta los canónigos – y me refiero a los de la ensalada – saben que sobre la existencia o inexistencia de Dios, por la naturaleza misma del sujeto, no caben asertos. Si en el origen de la vida hay un ser omnisciente, que hizo al hombre a su imagen y semejanza, no es cosa demostrable o refutable, sino algo que se siente cuerpo adentro. La fe es una esperanza. Ni los grandes filósofos han conseguido llegar a conclusiones definitivas en la materia. Tendrían que haber consultado a los autobuses. 

Cuánto mejor nos iría a los seres humanos si en vez de enzarzarnos en estas batallas dogmáticas de tres al cuarto nos sentáramos a cuajar la paz donde arde la guerra. Todos saldríamos ganando: los que creen en Dios, porque Dios nos ordena amar a nuestro hermano. Y los que se autoniegan la flor de un paraíso, porque con más razón han de estimar la vida. Pero así es Occidente: un juego, una pintada, una provocación, una moda, un desprecio. La condición humana resumida, y puesta, en tres palabras, al alcance de un necio.


Laura Campmany