El cambio climático

El cambio climático

A mí el cambio climático del que tanto se habla, el atmosférico, me lo está sirviendo en bandeja de oro este otoño bruselense tan raro, tan poco ventoso, tan relativamente soleado. Luego, a las nueve de la noche, me entero por el telediario y su chica del tiempo que el frío y el agua se han estado paseando por el Mediterráneo, que es como si el pintor Barceló se llevara las estalactitas de la nueva Capilla Sixtina a su tierra natal, y se olvidara el cañón de colores. Es el mapa al revés y se agradece: por una vez, el cielo se reparte.  

Pero, si se han fijado, es el clima social el que ya da señales de haber perdido el juicio. Ése puede medirse fácilmente, y hasta experimentarse en carne propia, con un simple paseo. Para que no te moje, te salpique o te arrastre, tienes que abandonar el casco urbano e irte a hablar con el hombre que siempre va contigo, como hacen los poetas machadianos, entre olmos y lechuzas, o donde canta el río. La vida en la ciudad se ha vuelto rencorosa. Irritable, vulgar, desangelada. Se ha vuelto destemplada y navajera. A falta de una guerra, las aceras son campos de batalla.

Si sales a buscarle algún balcón al alba, no es el amor, la noche o sus humores lo que te deja el corazón “partío”, sino un chulo con gorra de portero, o toda la familia Bustamante, o algún maltratador no arrepentido, u otra modalidad de soplagaitas. No sirve de gran cosa denunciarlo. Acabas en urgencias, o en la morgue, por un simple mirar a quien no debes, citar el nombre de la ley en vano o no tomarte en serio este cambio de clima. De alguna forma habrá que detenerlo. Nos jugamos quizás, más que un planeta, la esencia misma del progreso humano.


Laura Campmany