En España, trincar se ha convertido en una actividad tan lucrativa como amena. Al nulo esfuerzo y escaso riesgo, suma una rentabilidad que no es sólo económica, sino también social. No me refiero, por supuesto, a la humilde sustracción de carteras, que eso sólo da para un mediano pasar, sino al latrocinio de “alto standing”, consistente, por lo general, en aprovechar el cargo público que ocupas para hospedar en tu caja fuerte unos millones de euros más o menos huérfanos, y luego mandarlos de veraneo a algún paraíso fiscal. De esta caridad bien entendida, lo frecuente es que nadie se entere, aunque todo el mundo la conozca.
También ocurre a veces, sobre todo cuando a los telediarios se les pone cara de palo, que va un juez y tira de la manta. A eso está expuesto cualquier hijo de vecino, por aquello de que los pájaros cantan. En el peor de los escenarios, te ves en la cárcel, como Segismundo, pero con mucho más público y micrófonos, apurando qué delito cometiste. Y como las cárceles de ahora ya no son lo que eran, y la sociedad te permite pagar las condenas en cómodos plazos, las penas se hacen muy llevaderas. Y mejoran con pan.
Pero el “good deal”, lo que se dice el negocio, llega al final del camino, cuando te dan el alta en chirona y descubres que el botín sigue estando a buen recaudo, y que encima las cadenas de televisión se rifan tus memorias. Luis Roldán cobrará 50.000 euros por contarnos su aventura carcelaria, y parece que Julián Muñoz ingresará 350.000 del ala por relatarnos la suya, enriquecida con episodios románticos. Veremos cuánta audiencia convoca su dorado sufrimiento. Si estos dos caballeros son estrellas, qué mal debe de estar el firmamento.