Ocurrió hace diez años, pero parece ahora. Fue un secuestro brutal y colectivo. Nos capturaron a traición, sin precio, sabiendo de antemano que el canje era imposible, y que en aquella España de alma entera ni el gobierno ni el pueblo cederían. Teníamos, de aquel muchacho elegido al azar, la misma edad valiente, la pequeña rutina, la familia, el trabajo, la música en los dedos, y la sangre filtrada, viva, dulce, caliente. Nos ataron las manos. Se lo llevaron sin dejarle a julio ni una tregua de arena en los relojes. Le vendaron los ojos y nosotros rezamos.
Ocurrió hace diez años y sigue bajo el árbol la huella del cadáver. Sigue aquella pistola teniendo el tacto frío de los peces. Como si no se hubieran quemado sus escamas. Su olor a almendra amarga, a ciénaga, a salina, su boca de tornado, su fragor de trompeta, y ese puente que iba de sus ojos vacíos hacia la nuca inerme, hacia otra vacuidad igualmente metálica, aún siguen enturbiando el agua de los ríos, despertando a los pájaros que duermen, cargando cada nube de blancos apellidos, matándonos de rabia.
Con una herida abierta vamos todos. Como cuando salimos, en Madrid, una tarde, a acompañar a un hombre, a no dejarle solo. Ya nada en Miguel Ángel es lo mismo. Ya no hay luna, ni mar, donde él reposa. Pero este atardecer se lo dedico. Con un pequeño aliento de esperanza, el rumor de la brisa, las siluetas del humo, con el primer aroma del verano, con esa mariposa que aún se posa en mis lágrimas, con todo lo que él pudo tener y yo he tenido, he trenzado dos alas que parecen dos rosas. Una de ellas la llevo en el bolsillo. Y la otra, mañana, voy a lanzarla al cielo, para que Miguel Ángel la recoja.