Lo triste nunca es fácil. Pero ahora que el cielo de Bruselas, donde me visitó,
se ha abierto en mi buhardilla como una falda azul que el viento descosiera, voy a
alzar la mirada, por si llueve su risa poderosa. Voy a ver si le encuentro allí, en la
biblioteca, o llamando a la puerta de mi casa. Voy a cerrar los ojos por si truena su
voz enronquecida, o por si veo la huella de su paso tajante, o un mechón de su pelo
color plata, o su palabra densa, algodonosa, asida a alguna estela y viajando en
primera hacia un último viaje.
Jesús López Varela, nuestro médico amigo, estuvo en tantos sitios, dirigió
tantas cosas, fundó y llevó a buen puerto tantos anchos caminos, que casi te
salvaba la vida entre dos actos, como un actor que hubiera descubierto la otra
puerta del ciego camerino. “Ojo clínico” llaman a lo que él derrochaba. Tenía dos
rayos equis, uno en cada pupila. Y una forma de ser “omnivaliente”, de ventanas
abiertas, de alegre tintineo, sólo aparentemente caprichosa, tan sólo a flor de piel
precipitada, como si más que un hombre fuera un fuego, una rotundidad, una
cascada.
Tenía el genio muy vivo, y fabricaba rayos. Ponía a bailar la rumba a las
hormigas. Sabía por qué a los cuerpos les ocurren sus almas. A veces te miraba
con su guasa impaciente, y te daba respuesta a la única pregunta, a la más
importante, a la no formulada. Voy a decirle adiós así, como a barullo, abriéndole
la puerta a un desorden de lágrimas. Como estallaban, solos, los vasos en sus
manos, mi padre, dulcemente, le llamaba “el farfulla”. En eso le saqué yo un
parecido. En eso, y en lo mucho que me quiso y le quiero. Allá en el corazón, esta
mañana, se me ha roto de amor un cenicero.