Jesús López Varela

Jesús López Varela

Lo triste nunca es fácil. Pero ahora que el cielo de Bruselas, donde me visitó,
se ha abierto en mi buhardilla como una falda azul que el viento descosiera, voy a
alzar la mirada, por si llueve su risa poderosa. Voy a ver si le encuentro allí, en la
biblioteca, o llamando a la puerta de mi casa. Voy a cerrar los ojos por si truena su
voz enronquecida, o por si veo la huella de su paso tajante, o un mechón de su pelo
color plata, o su palabra densa, algodonosa, asida a alguna estela y viajando en
primera hacia un último viaje.

Jesús López Varela, nuestro médico amigo, estuvo en tantos sitios, dirigió
tantas cosas, fundó y llevó a buen puerto tantos anchos caminos, que casi te
salvaba la vida entre dos actos, como un actor que hubiera descubierto la otra
puerta del ciego camerino. “Ojo clínico” llaman a lo que él derrochaba. Tenía dos
rayos equis, uno en cada pupila. Y una forma de ser “omnivaliente”, de ventanas
abiertas, de alegre tintineo, sólo aparentemente caprichosa, tan sólo a flor de piel
precipitada, como si más que un hombre fuera un fuego, una rotundidad, una
cascada.

Tenía el genio muy vivo, y fabricaba rayos. Ponía a bailar la rumba a las
hormigas. Sabía por qué a los cuerpos les ocurren sus almas. A veces te miraba
con su guasa impaciente, y te daba respuesta a la única pregunta, a la más
importante, a la no formulada. Voy a decirle adiós así, como a barullo, abriéndole
la puerta a un desorden de lágrimas. Como estallaban, solos, los vasos en sus
manos, mi padre, dulcemente, le llamaba “el farfulla”. En eso le saqué yo un
parecido. En eso, y en lo mucho que me quiso y le quiero. Allá en el corazón, esta
mañana, se me ha roto de amor un cenicero.


Laura Campmany