Hay que ver lo despistada que anda últimamente la gente. En mi refugio de verano, quizás por efecto de la belleza natural circundante, a las autoridades locales se les ha olvidado utilizar la estela de euros que dejan a su paso los turistas para sanear las playas, adecentar las aceras, vaciar los contenedores, remozar las fachadas y cambiarle las losas al paseo, que ya se resquebraja como un viejo zapato. Podrían hacer algunas cosas buenas, como amar las ciudades y sus gentes, si generosamente se acordaran.
Claro que yo, despistes, he tenido unos cuantos. Como el de provocarme una horrible jaqueca por pasarme, completa, una mañana con un pincho de cactus ensartado en la frente. De aquel martirio me salvó mi hermana cuando tuvo el valor de preguntarme si me creía un unicornio. También me precio de haberle echado sal, en vez de azúcar, al café de mi jefe, sin que a ello se siguiera mi fulmíneo despido, y recuerdo perfectamente el día en que confundí al lechero con una amiga de la familia y le di un par de besos, añadiendo: hola, Nieves. Me chocó un poco que tuviera barba.
De lo que nunca me he olvidado es de pagar mis cuentas, como le ha ocurrido a ese ciudadano suizo, el famoso “Gourmet”, que no estaba fiambre, sino sólo mojama. Quizás porque hay olvidos perdonables y otros, sencillamente descarados. La gente olvidadiza tiene fama de estar buscando un verso, o fabricando un juego de palabras, o imaginando nuevas estructuras, o siguiendo a una nota por algún pentagrama. Como uno olvida siempre lo que no le interesa, no hay que menospreciar al hombre despistado. Porque a veces parece un caradura, pero hay, detrás de cada olvido, un sabio.