Todos a la calle

Todos a la calle

Si yo fuera un preso común, no tardaría ni dos horas en declararme en huelga de hambre. Trataría enseguida, por supuesto, de hacer pública mi situación. Y explicaría que no pienso abandonarla hasta conseguir un tercer grado o algo que alegremente se le parezca. Intentaría convencer a mis compañeros de celda para que, en el caso de que yo muriera, alguno recogiera el testigo. O, a mayor contundencia, acaso propondría a toda la población reclusa que se sumara a la iniciativa. En unos meses, todos a la calle.

Sinceramente, no creo que Rubalcaba se atreviera a dejarme morir. Me diría a mí misma que no pueden, los muchos que hoy esgrimen razones humanitarias para justificar la excarcelación de De Juana, oponerse en su momento a la mía. Y como este recurso de la huelga de hambre está al alcance de cualquier hijo de vecino, y lo normal, cuando se ayuna, es que se te transparenten las costillas, las lástimas están aseguradas. Sólo un riesgo, quizás, me inquietaría: que este santo gobierno que tenemos aplicase en mi caso la eutanasia.

Y si fuera un ciudadano corriente, y viviera en Madrid y no en Bruselas, acudiría esta tarde a la manifestación. No lo haría con odio en los bolsillos. Tampoco con placer o por revancha. Sino porque me dicen, la razón y el instinto, que un pueblo se condena si acepta la ignominia. Si tolera que se rían en su barba, y hasta se permitan darle consejos, los asesinos. Sus víctimas se sienten, como nunca, humilladas. Y nosotros, nosotros… Nosotros no podemos levantar a los muertos, pero sí que podemos darles voz y sentido. ¿Cómo? Saliendo hoy todos a la calle, con mucho corazón y sin partido.


Laura Campmany