La vivienda

La vivienda

Abundan, en España, los pisos vacíos. Sus propietarios no los alquilan porque temen, con toda razón, que los inquilinos se instalen en ellos como las cigüeñas en los campanarios, o como un gato indócil en el que era tu sitio: gratis total, que es como al paisanaje le gusta ir por el mundo, y sin echarle un ojo al calendario. Aquí todo, desde la pobre esposa maltratada hasta el alojamiento más precario, por no hablar del poder y sus honores, se ocupa con talante vitalicio. Y ya cuando el okupa ha alzado el vuelo, lo que se deja atrás es un establo.

Bastaría un enfoque diferente, basado en una justa normativa y en algo tan sencillo como su cumplimiento, para que circularan, en busca de aire puro, los manojos de llaves. Los precios, ipso facto, bajarían. Los jóvenes actualmente adosados – ésos que con artritis, o sin un par de muelas, siguen viviendo a costa de sus padres – al fin podrían romper la cáscara del huevo. A lo mejor entonces madrugaban, y aunque ya sólo fuera para cobrar un cheque, civilizadamente procrearían. Pagando por su keli no lo mucho que hoy cuesta, sino exclusivamente lo que vale.

Pero no somos serios. Va Chacón, desempolva un plan delgado, lo deja más enclenque todavía, y encima se entusiasma. Me recuerda, el gobierno, a esa nación de niños que ha filmado la tele. Parece que nos gusta, como en la edad del pavo, partir hacia el futuro desde el minuto cero. No sé si por pereza, ignorancia o alarde. En esto de las casas, algo pesa el recelo con que los españoles miran a quien prospera. ¿Que el que alquila sus bienes no ve un duro de arriendo? Oye, pues que se joda. Al final, las viviendas bostezando, y la vida durmiendo en las aceras.
Laura Campmany