En un país decente, no estaría en libertad, todavía joven y con el pulso firme para escribir – pongamos – una ominosa carta, ufano de haber hecho lo correcto, un individuo que se ha cargado a veinticinco personas, ha dejado en pellote a la justicia y piensa, por lo pronto, dedicarse a lucir su rostro esmerilado por las hermosas calles que sembrara de luto. ¿Que ha cumplido su pena? Yo diría que con gusto. Aunque quizás le hayamos ayudado. Porque de este ejercicio de frívola impotencia, de aplicación de falsas redenciones, no hay mayor responsable que el Estado.
Si no tuviera España el alma anestesiada, ese tipo, De Juana, tan sólo encontraría, al otro lado de sus propias rejas, un enorme agujero. Frente a su libertad, se alzaría el vacío. No ardería su hogar en un piso amueblado y fraudulento. Nadie le serviría un vino en las tabernas. Él no se pasearía vestido con un traje de veinticinco muertos. Y ellos – los veinticinco – en el atardecer le esperarían, con su infinito pliego de reproches, para hablarle del precio de la vida e invitarle a jugar otra partida en la más tenebrosa de las noches.
Si para cada crimen existiera un castigo, y hubiéramos hallado el justo medio entre la rectitud y la clemencia, nadie se ducharía con nuestras propias lágrimas. Nos pesan en los hombros el miedo y los complejos, la legitimidad del desafuero, la caja del rencor, y un plomo de ruletas e indolencias. Pero si nos amáramos un poco, nos pondríamos de acuerdo en unos cuantos mínimos rotundos y esenciales. Señores gobernantes, revisen sus supuestos y corrijan las leyes. Quiero pensar que de algo serviría. Los asesinos seguirán matando, pero con mucha menos alegría.