Este año, cuando llegue a Ibiza, quizás me encuentre, sobre el papel rizado de las olas, un garabato negro. Un reguero de plomo, un hilillo oleoso esquivando a los peces y muriendo en la playa. La fuga del Don Pedro es el nuevo crujido de una rueda oxidada capaz de alimentar, día tras día, un pueblo de motores, pero no de impedir que una estúpida roca esté donde solía, rasgue una piel de acero y vierta en los azules del mar Mediterráneo la sangre más impura, ésa que sólo aquí se nos escapa.
Tengo la mala suerte de tener mis cuarteles estivales justamente en la zona del naufragio. Por todo Figueretas, al borde del paseo que brilla en el ocaso como una taza rosa sobre un plato de plata, unos hombres recogen a destajo las algas resbalosas, rastrillan, lavan, filtran y arrancan las cerezas de esta nueva catástrofe. Que no es tal, por supuesto, según nuestras ministras de opereta. Comprendo que no quieran espantar el turismo, y huyan de estimaciones alarmistas, pero quizás debieran explicarnos por qué sólo en las rutas que nos cruzan juegan los capitanes a hundirse con sus barcos.
Como Ibiza es mi amor en cada puerto, no pienso anular nada. Aunque se ciña al cuello el horizonte un ácido collar de perlas negras. Aunque ese “Nunca Máis” vuelva a vestir de oscuro la carne del verano. Allí estaré en silencio, viendo cómo se queda España hecha dos tontos. Es curiosa, esta especie de carrera que pasa por las calles del olvido y va de la indolencia a la indolencia. Mientras la isla bonita se restaña, vomita el combustible hasta ponerlo al borde de sus labios y se ventila al sol como una sábana, cerraremos los ojos. Esa espuma manchada de petróleo vale todo un despliegue de pancartas.