Gafes, haberlos, haylos. No los salva de serlo su propia buena estrella. Lo natural en ellos es escapar incólumes de todas las catástrofes que siembran a su paso, no porque alguna sombra quiera serles propicia, sino porque la mala los cuida y utiliza. Porque son como el pan de la desgracia, pisan por donde pisan, llegan adonde llegan, se suben a los trenes y visitan los palcos, o expresan esperanzas que inevitablemente se cumplen a la inversa. Son, para esa moneda que es la Historia, el cobre inevitable y la cruz necesaria.
Para que España llegara a la situación en la que hoy nos vemos, de auténtico naufragio bajo las olas, cada día más alzadas, del independentismo, y de auténtico despropósito presupuestario – ¿a qué viene ofrecer ayudas deslumbrantes en un país famoso por sus listas de espera? – hacía falta un Rodríguez Zapatero. Sólo él, que no encesta una canasta, podía darnos la vuelta en tan escaso tiempo. Un presidente menos alunado, o más conocedor del alma humana, o simplemente más escrupuloso, no habría servido al último objetivo, que es la victoria universal del caos.
Yo sí creo en los gafes, como creo en la niebla. Hay cosas intangibles que uno respira, siente. Y hasta tengo al respecto una teoría. Pienso que el infortunio nace de los bostezos del acaso. Cuando los camarones se duermen en el agua, cuando un camino pasa por donde no debiera, o cuando plantas cardos en un campo de trigo… Si le das un gobierno a un tal Calígula, prepárate a servir a su caballo. Y entiende que las coces no son más que un aviso. Lo que de todas formas sigue siendo un misterio es quién puso a esta especie de cenizo al cuadrado en el instante idóneo y en el lugar preciso.