Como dicen en mi tierra, y recordando a Paco Rabal en su papel bordado de ex torero, he dejado el «jodío fumeque». Para no tener luego que rebobinar la cinta y ahorrarme esa cara de fundido en negro que se le puso a nuestro presidente del Gobierno tras el atentado de Barajas -cuando la ETA, en pleno alto el fuego, se echó algo más que un pitillo-, mejor será decir que lo estoy dejando. No llevo ni cuatro semanas de abstinencia, pero no pueden ustedes figurarse qué gozo es haber ido y regresar entero de la sombra.
Antes que nada, y a modo de «intermezzo» felliniano, quiero aclararles que mi decisión ni atiende ni responde a prohibición alguna. Tengo desde joven la pésima costumbre de obedecer las leyes si son justas, y no hacerlo, si son impertinentes: debo a cierta ministra notables sobredosis. Lo que pasa es que he leído que la adicción a la nicotina se aloja en una región del cerebro llamada «ínsula» y he decidido jugar conmigo misma a reírme y salvarme, como un Sancho escaldado de ambiciones, de esta ínsula mía, a la que he bautizado «Tabacaria». Bueno, eso, y que toso.
Todo esto se lo estoy contando a ustedes, pero también a un copo de nieve que se me ha posado en la nariz y que me hace cosquillas. A un olor de cilantro que me ha puesto a soñar con los limones. A un tema muy sentido, que ahora canto en voz alta. A éste mi par de manos expropiadas, que ya me pertenecen. A mi nueva constancia y a mi joven paciencia. O quizás a ese tiempo que me habré regalado: años, si Dios ayuda, de luz y aconteceres. O a la vida, mi nueva compañera. Se lo cuento a mi hija, que ayer, entre llorando y sonriendo, me dijo que no quiere que me muera.