Nos dicen, como a Jordi, que tranquilos, con expresión profunda y tono equilibrado. Si España se despliega y emulsiona en un largo menú de identidades, si los que nos escriben la Historia a trompicones – Roviras, Ibarretxes y aledaños -, la meten en su máquina del tiempo, que lava, aclara, escurre y centrifuga, tampoco es para tanto. Si ella misma se da por liquidada, ni el sol sale de noche, ni se caen las paredes, ni llueven sanguijuelas, ni el tiempo se bifurca. Sólo ocurre que graznan y se citan los cuervos. Cuando un país no tiene alma para quererse, la vida no le sirve para nada.
Eso opinan algunos. Que, como nada somos, podemos reinventarnos. Y creen que en ese viaje les sobra una palabra. Creen que ser numerosos y tener un legado que abarca varios siglos de intercambio y memoria no es más que un tosco fardo, retórica, hojarasca. Se piensan que saldrán de su agujero, desde su conseguida aldea oficializada, y hallarán una sombra de embajada por cada encrucijada de su pueblo. Que estarán a la par que otras naciones en cultura, comercio, desarrollo y potencia, y que en las camas donde vibra el mundo el tamaño es lo último que cuenta.
Después de cuatro lustros de didáctico exilio, ni se me pasa ya por la cabeza decirle a un extranjero que no soy española, sino más bien murciana o madrileña. Soy todas esas cosas, pero procuro serlo de forma que lo poco no adelgace lo mucho, ni lo grande se burle de lo menos. Cuando alguien se me acerca con su pelo de aldea y me explica que España lo subyuga y asfixia, yo ya ni me molesto en llamarle insensato. Hago como que es cierto y me encojo de hombros. ¿Cómo explicarle a un burro que dos y dos son cuatro?