En Baena, una niña de trece años ha sido agredida por cinco chavales y un joven de veintidós años. Creo recordar que dos de los menores son compañeros suyos de instituto. El mayor había sido su llamémosle “novio”. La agresión tiene un móvil sexual, y la razón de que ella consintiera fue otro tipo de móvil – a veces una causa es tan sólo una cosa – en el que habían quedado registrados, sirviendo de amenaza, actos de ésos que antaño se llamaban impuros. El suceso es terrible, pero tiene una lógica espantosa.
Porque ésta no es la historia de Romeo Julieta – no hay aquí dos familias enfrentadas -, ni la de doña Inés del alma mía, ni la del Alighieri y su honesta Beatrice, ni la de aquel Orlando que se volvió furioso, ni la de aquella dama que esnifaba camelias, ni la de una Roxana enceguecida, ni la de Amor y Psique. Ni siquiera es la historia de una oscura emboscada. Aquí sólo hay un hago lo que quiero, un no saber con quien andas en tratos, una violencia en busca de agujero, y una niña volátil y violada.
A poco que a este caso le levantes los flecos, se vislumbra una culpa colectiva. La de cada vez más adolescentes que creen poder tomar lo que desean aunque lo que deseen sea un ser humano. La de niñas que pagan con una pesadilla el miedo a lo precoz de sus hazañas. La de padres que olvidan su deber o derecho a imponer unas normas a sus hijos que nos y les protejan. La de una sociedad desvertebrada, superficial, inerme, descreída, ignorante, banal, idiotizada. Nadie aquí se merece lo ocurrido, pero han faltado muchas bofetadas.