Entran ganas, a veces, de bajarse de la modernidad, de los soberbios rascacielos, sólo aparentemente cristalinos, de las pantallas fosforescentes del portátil, de los hemiciclos durmientes o vacíos, de los fuegos cruzados, de las flores de harina sospechosa, de los impuestos revolucionarios y hasta del tren de alta velocidad, cuando le tapan la boca. Dan ganas de huir por la puerta del aire de este embrollo de metal fiduciario, de este libro de cuentas que no salen, de esta grandiosa, frenética, reluciente y coordinada estafa.
Leo que en una ciudad de Colombia, entre guerrilla y guerrilla, han redescubierto la sencillez del comercio en especie y han hecho, del intercambio de bienes, servicios y actitudes, un banco con sus propias sucursales. La idea resulta tentadora. Ya se sabe, porque lo dijo el poeta, que es propio de necios confundir el valor y el precio de las cosas, y la Historia, algún día, hablará de esta verdadera conspiración. Nos está pasando, a los ciudadanos, como a los economistas de salón: que sólo acertamos cuando constatamos, con abundancia de argumentos, la realidad de nuestra bancarrota.
Como en Ciudad Bolívar, haríamos bien en instaurar un banco del trueque. Ya me imagino a Zapatero cambiando a Magdalena Álvarez por una sandía, al señor Mardoff cambiando su lujoso apartamento por una austera celda, a Bush cambiando su reino por un zapato, a Obama cambiando su escaño por un puñado de dólares o a Angelina Jolie cambiando su glamour por un hijo. Yo también participaría en la subasta, y cambiaría este año de males por algo parecido al futuro. Es lo bueno del trueque: que recibes, pero tienes, también, que entregar algo.