Ha afirmado el señor Pepe Blanco, y olé, que la diversidad es un privilegio que tenemos que defender como lo mejor de nuestro Estado español, y ha añadido que la defensa del castellano, y suponemos que el manifiesto que la abandera, es un nuevo semillero de agravios que ellos, los socialistas, no están dispuestos a consentir. Quiere con ello decir, me imagino, que piensa seguir amparando las políticas de inmersión en las lenguas vernáculas de sus socios nacionalistas, y que le den morcilla al castellano.
Todos sabemos, o fingimos creerlo, que la pluralidad es una riqueza. Pero también sospechamos que en la España actual la tal pluralidad no es en absoluto una meta, sino el punto de partida, y que lo ideal, lo justo, lo difícil, es que siendo distintos también seamos iguales. Gestionarla de forma que no derive en odios y conflictos sí es tarea de gobiernos y aledaños. De que haya muchos tipos de personas, religiones, costumbres, idiomas y paisajes, si nadie se lo impide ya se encarga la vida, que para defender la diferencia nunca ha necesitado a Pepe Blanco.
Hoy por hoy, la diversa, la perseguida, la amordazada, y desde luego la agraviada es la lengua española. Hay otras lenguas en España, propias de determinados territorios, pero ninguna de ellas ha sido nunca, ni es probable que vaya a serlo, un patrimonio conjunto: algo así como el portal de la casa, que pertenece a todos los vecinos. Ese lugar que te devuelve al mundo, de parcial coincidencia y buenos días. Preservarlo no es sólo inteligente, sino algo que no admite su contrario. O que sólo lo admite aquí en España, donde acaso el auténtico problema no sean las lenguas, sino Pepe Blanco.