Me pregunta una amiga, francesa ella, por la situación en España. Como yo vivo en Bélgica, sólo puedo contarle lo que me llega por las descargas del cable, por el cáliz del satélite o por la caricia – o el rasguño – de los periódicos. Ya le he dicho que andamos metidos en el jardín de cada mañana, el de senderos que se bifurcan, y buscándole a un traje su obligada factura, baratando promesas por sí-quieros, como en los matrimonios que describe Cervantes, y borrando pintadas, y quemando banderas.
Ya le he dicho que estamos en todos los pucheros. Donde crepita el ascua del terrorismo islámico, donde la nueva gripe se asocia con el asma, donde se dilapidan los panes y los peces sin que alguien, previamente, haya obrado un milagro, donde las olas vuelcan su estertor de pateras, donde los hombres siguen matando a sus mujeres, donde ya no hay un palmo edificable, donde cada región es un Estado, y donde ya no quedan libres enseñanzas, ni días de Visa y rosas, ni gozos ni trabajos.
Se refiere, mi amiga, a ciertos brotes verdes. Le ha llegado el rumor de que algo está cambiando. Las cifras dicen que el “chômage” remite. No sé cómo explicarle, sin pecar de aguafiestas, que somos un país ocre de camas y servicios con mucha playa gratis y alcoholes muy baratos, y todas nuestras fuerzas del orden dedicadas a un trasnochado oficio de difuntos. Le recuerdo que estamos en verano y volverá el otoño, ese fiel remolino. No sé si con tristeza o suspicacia, me pregunta, al final, por la familia. Yo, como Zapatero, le contesto: “bien, gracias”.