El círculo vicioso

El círculo vicioso

Si ustedes hoy, como hice yo ayer, se pasearan por el centro administrativo de Bruselas, oirían por la calle más lenguas de las que seguramente son capaces de reconocer. En el kiosko de Jamblinne de Meux, un dependiente flamenco les cobraría en francés su ejemplar de ABC, y ya cerca de Schuman, en una coincidencia realmente planetaria, chocarían como flores arrojadas al viento manojos de palabras polacas o eslovenas, inglesas o italianas, españolas o suecas, y todo sin que tiemblen Pajín o el universo.  

Aquí se cuece Europa, aunque sea a fuego lento. Aquí, y en las otras dos sedes de esta singular trinidad – Luxemburgo y Estrasburgo –, se trabaja desde hace medio siglo por hacer de un espacio acartonado algo más que un estricto continente. Y lo que aquí se pacta con los hilos tensados, en un raro ejercicio de acuerdo y componenda, la historia poco a poco se lo lleva a otros prados, lo asienta en muy remotos pensamientos, lo convierte en glosario o en moneda corriente, y aunque parezca verde, lo trasplanta. Con o sin Zapatero. 

Si mañana Bruselas aún les queda lejana, piensen que devolviendo indiferencia a cambio de este exceso de distancia sólo están engordando el círculo vicioso. Este empeño precisa su opinión, su energía, su concepto del mundo, su derecho a encarnarlo, y también su exigencia o su disgusto, su aplauso o su censura, su hartazgo o su esperanza. Aquí no hay otra conjunción de estrellas que la suma de todos. Precisamente porque no hay milagros, no olviden que la Europa de sus sueños necesita la fuerza de sus votos.


Laura Campmany