El cuervo

El cuervo

Ya sabíamos que Bombay no era el paraíso, pero del caos al infierno hay muchos tiros. Sabíamos que el terror puede esperarnos en cualquier estación y en cualquier parte, y que los ríos de sangre brotan imprevisibles, como lamiendo ya tus pies descalzos. Pero en esta ocasión se han ido al Mar de Arabia a teñirlo de un rosa diferente, a trazar un camino paralelo al de los verdaderos navegantes, a espumar el terror que nos anega. Qué cansancio, señores, qué olor a dinamita. Qué hoguera inextinguible, qué boca avariciosa. Qué sordo laberinto, qué guerra tan estúpida y tan ciega.

Occidente no quiere darse cuenta de que vuelan las flechas y estamos en el blanco. Tener un enemigo no resulta agradable, pero es que lo tenemos, y durmiendo a los pies de nuestra cama. No es un rival sin rostro o nombre propio. Tampoco es invisible, difusa, la amenaza. No es ya una colisión de religiones, costumbres, intereses, razas o liderazgos. La civilización, mientras lo sea, sólo es distinta de otra en que adereza con distintas especias de la misma alacena la misma voluntad de hacer del hombre el dueño de una forma de esperanza. 

Hay un mal espontáneo, propio de cada uno, un mal que sale a flote cuando menos lo esperas, como un niño ofuscado que se escapa, y un Mal planificado, tozudo, rencoroso, fabricado con siglos, con milenios de rabia, tallado en dura piedra, cincelado, pulido, rápido como un ave, ágil como una pluma. Pero no es una sombra evanescente, y no sé a qué esperamos para buscar sus huellas. Hay que pasar del sustantivo al verbo. Hemos construido un mundo con dos ojos. Y si en algo estimamos nuestra propia mirada, no hay veinte soluciones: hay que matar al cuervo.


Laura Campmany