Afirmaba ayer un titular de ABC que «el monstruo de Amstetten sacude Austria». Sacude Austria, golpea Europa, agita el mundo y perturba hasta la última gota de sangre que circula por nuestras venas, hasta el último rayo de la pequeña tormenta que somos, hasta el último cimiento del alba, unas veces tan turbia, y otras, tan transparente. Porque ese monstruo es nuestro, cosecha numerada, producto de un lugar y de un momento que incomprensiblemente compartimos. Porque ese horror es fieramente humano, y te mancha los dedos con su espuma caliente.
Si hay algo en este mundo que me deja perpleja, aturdida, varada, es la perversidad arborescente, la que no es instintiva ni espontánea. La crueldad de los zulos soterrados, alambres bien tejidos, torturas bien tramadas, puertas de siete llaves, laberintos siniestros, espantos regulares como la luna llena, hornos de humos espesos y azulados. Quizás oyera a Mozart en sus ratos de hastío este monstruo de Amstetten. De algunos mandos nazis, culpables del horror y el exterminio, se sabe que apreciaban la gracia de un poema, que bebían champán y tocaban el piano.
Pasé por Austria un día, camino de Venecia, y vi valles muy verdes bajo un cielo muy claro. Tenía, cada casita, su balcón de madera, y todo estaba limpio, como un patio barrido. La nieve deslumbraba y las telas crujían. El vino, en las tabernas, era de color hoja, entre miel y amarillo. Si escuché algún lamento, no sé dónde ni cuándo. ¿Cómo te vas a imaginar el miedo de una mujer violada y secuestrada a dos palmos del aire y a tres pasos del cielo? Y, cuando lo descubres, el alma se te queda como un hielo por el que Dios se fuera resbalando.