No tengo nada en contra de la soledad. Yo a menudo la busco para poner en orden mi conciencia, cerrarle las ventanas al mundo estrepitoso, y al fondo de ese místico presagio que late, inevitable, en el silencio, encontrarme a mí misma. Creo que todo está dentro de nosotros, desde la nebulosa más remota al más imperceptible de los átomos, y que las opiniones que nos llegan de fuera sólo nos enriquecen si encuentran, en nosotros, una especie de silla en que sentarse. ¿Platonismo? ¿Idealismo? O quizás una forma de soberbia.
Pero la soledad que yo practico se suele disfrutar en solitario. En casa o de paseo. No parece, una cumbre de la OTAN, ni el momento oportuno ni el mejor escenario. Será sólo una foto, pero el hecho es que al pobre Zapatero, según lo que se cuenta y esa imagen que vale por todos los relatos, algunos dirigentes de parte del planeta – llamémosle Occidente – han tenido el mal gusto de no hacerle ni caso. Me lo han dejado solo a Zapatero los muy impertinentes dignatarios, como si no creyeran en sus cejas. Como a ese adolescente retraído que aburre con su espalda a las ovejas.
Yo creo que deberíamos preocuparnos. El niño va a las fiestas, pero no se entretiene. No sabe hacer corrillos y cuando alguien, al fin, se le aproxima, agacha la cabeza. El niño se desmarca de sus pares y sólo se abre un poco cuando se mira en torno y no encuentra una sola persona de su talla, incluido el turbante. El niño no va bien en matemáticas, en lenguas no progresa, y en cuanto te lo llevas a una cumbre importante, o quizás importuna, se ausenta, se margina, desconecta. Qué lástima: en España, tan querido, y en Europa, más solo que la una.