Me llamo Laura, hoy cumplo cuarenta y cinco años y no puedo ocultarlo por más tiempo: no he sido educada para la ciudadanía. Los profesores que en el año treinta antes de Zapatero trataron de inculcarme algún conocimiento provechoso tuvieron que apañarse con sentencias latinas. E igualmente indefensos se encontraron mis padres. Puestas así las cosas, no sé cómo he salido tan buena ciudadana. Ni atropello a los niños, ni escribo en las paredes, ni me cuelo en el metro, ni quemo papeleras. Quizás porque el civismo tiene sus propios cauces.
Considero a los hombres mis hermanos: trigueños o castaños, amarillos o negros, católicos, mormones u ortodoxos, budistas, animistas, musulmanes… Sin distinción de origen o cultura, y al margen de sus gustos sexuales. Me han ayudado en esto algunas experiencias y una curiosidad por el mundo en que vivo. Admito que no pocos carcamales, Platón, Virgilio, Homero, Fray Luis, San Juan, Erasmo, Cervantes o Quevedo también me han socorrido. Por no hablar de Voltaire o Dostoievski. Y por no ir a buscar a la trastienda a Shakespeare, a Beethoven o a Leonardo.
Pese a mi imperdonable laguna cognitiva, también me considero tolerante. No sé con qué modernos mandamientos enseñará el gobierno a nuestros hijos a convertirse en buenos y benéficos, pero intuyo que el alma se construye con algo más que siete u ocho frases. A mí no me disgusta que a mi hija, que es china, le expliquen que el respeto no conoce de razas. Y más bien lo agradezco. Lo que ya me molesta es el truco de siempre. Tan poca letra y tantos colorines. Piedras sin argamasa. Más alfombras sin nudos. De nuevo educación a la española, o cómo hacer virtud de la ignorancia.