Huérfanos

Huérfanos

No son huérfanos, o no del todo, esos niños de Chad que la ONG francesa pensaba embarcar en un arca de nombre y fines adulterados para traerlos a la Europa rica, caprichosa, contable, sentimental y estéril a cambio de un dinero que atraganta y salpica no sólo a quien lo paga, sino al que lo factura, al que se embolsa el grueso, al que se queda un poco, e inevitablemente a quien lo toca. Es un antiguo y pérfido comercio que pone las miserias frente a frente: la del que tiene mucho, aún la cuna vacía, y la del que tan sólo tiene prole que ir entregando al hambre y a la muerte.

El negocio es tan sucio, que contamina a todos y merece, entre arcadas, una pena rotunda. Pero no es cieno todo lo que huele. No soy el juez del caso, pero me cuesta mucho creer que el comandante del avión español incriminado, por no hablar de las jóvenes, llorosas azafatas, estuviera en el ajo del secuestro. Es posible que todos regresen pronto a casa, pero quizás no olviden que llevaron esposas, los quince años de cárcel y trabajos forzados que el Fiscal levantó como una espada, y la abulia irritante de Exteriores. Si son, como es probable, totalmente inocentes, aún deben de sentirse abandonados.

Huérfanos, en el mundo, hay tantos que hasta Dios se asustaría. Y niños olvidados, maltratados, vendidos… Niños que no podrían sobrevivir al propio desamparo si no fuera por alguien que los toma y abriga, ve en ellos el futuro, lo sagrado, lo humano, los acoge, los nutre, los ama, los anima. Hay mucha gente que hace, de ese deber de todos, algo más generoso que un trabajo. Y madres, como yo, que no secuestran niños. Pero cuando hay un niño que sí las necesita, se ponen al alcance de sus brazos.


Laura Campmany