Igual que todo pasa, todo vuelve. Vuelve el «batasunismo» por sus fueros, y ya anda reclamando la anexión de Navarra, como si le estuviera prometida y España se la hubiera secuestrado. Vuelve Carod-Rovira, el hombre de la cara chafada, a amenazar con la soberanía de Cataluña, tal que si esa señora fuese unánime y suya. Vuelve el chapapote, esta vez silencioso como un óleo sombrío, a manchar de oro negro las bahías. Y ya ha vuelto la nieve a disfrazar Europa de salón transparente, o de reina en pelotas bajo un manto de armiño.
En España, la Historia es de ida y vuelta, como los maridos que se inventaba Jardiel y luego la espumosa dramaturgia – más liturgia que drama – resucita vestidos de toreros, absurdos y amorosos como todo lo nuestro: las montañas más bellas con su fuego acechando, las aldeas diminutas con su sangre corriendo, los hidalgos más pobres, los poceros más ricos, machos que no distinguen lo que media entre un beso y un cuchillo, horizontes de azogue que viajan de lo azul a lo dorado, y tanta, tanta gente entristecida que un miércoles se acaba suicidando.
Hagamos del humor un respiro, una tregua. Que el verdadero mundo, con su tiempo medido, con su galvanizante disparate y esos precisos mutis por el foro, sea el del escenario. Que un marido se vaya pero vuelva, u ocurra que un ladrón sea gente honrada, o tengan marcha atrás los corazones… Ya dijo el propio Jardiel que hay dos sistemas de conseguir la felicidad: uno, hacerse el idiota; y otro, serlo. Ya que no somos tontos – o nunca lo bastante –, al menos parezcámoslo. Y vamos a creernos, mientras triunfe el ingenio, que lo falso es la vida y lo cierto, el teatro.