Que levante la mano el que no haya asesinado alguna vez, o al menos herido de gravedad, la ortografía. Ya se sabe que al mejor escribano se le escapa un borrón, y a más de un profesional de la prensa escrita o hablada, en la urgencia del servicio o el nerviosismo de la improvisación, lo he pillado yo en falta o delito contra ese bien público, y al tiempo privado, que es la lengua. Si ni los sabios pueden evitar la visita de un lapsus, imagínense ustedes la de errores a que habrá dado techo quien suscribe, que al fin, como en aquel entremés o sainete, no pasa de aspirante a pretendiente de ayudante de escribiente.
En una nueva andanada de fuego amigo, le ha dicho Juan Luis Cebrián a su compadre José Luis Rodríguez Zapatero que no hace falta asesinar la ortografía para ganar unas elecciones. Aunque no sé muy bien si no debiera el severo académico aplicarse a sí mismo la enseñanza (no todos los vocablos con que se cruza el sexo requieren la presencia de una equis), yo tengo, en este caso, que darle la razón. Con una zeta tonta, palurda, artificial, desubicada, sin otra consistencia que la de estar al frente de un sinfín de apellidos, no se arregla absolutamente nada.
Contesta el Presidente, como quien coge y no recoge el guante, que él prefiere jugar con las palabras a golpear con ellas. Con la palabra, es cierto, se puede lastimar. Se puede convocar una algarada, calumniar a personas y partidos, absolver a un culpable, culpar a un inocente, resucitar el odio o hablar con asesinos. Cargada o no cargada de futuro, la palabra es un arma. Eso es algo que sabe Zapatero. Pero si en realidad sólo era un juego, que nos explique dónde está la gracia.