Pasa ante mí un muchacho con una camiseta que dice “Cosmopolit”. Yo hace más de veinte años que llevo puesta mi propia camisa forzosa de española en el extranjero, de mujer del mundo mundial, de cosmopolita contemporánea con su bagaje de climas, sabores, idiomas y aeropuertos, y a veces pienso que se me está haciendo tarde para algo más dulce y sencillo, como la sombra de una higuera. Y me entran ganas, entre el alba y el ocaso, de meterme en esa otra camiseta que vi anteayer en el paseo y que sólo rezaba “joé, qué calor”.
Y es que, aunque “el mar lo llevo por dentro”, como leyendo los versos de Manolo Alcántara, yo quisiera llevarlo por fuera, y sentarme a la orilla del Mediterráneo a mirar cualquier faro, incluido el de Alejandría, que no me lleve a ninguna parte. Se le pone al cielo el color de los melocotones y está a punto de deshacérseme en la boca el último hielo, la última ambición, la última prisa. Con esta canícula, no está una por la labor. Como también leí en una camiseta, “dadme un punto de apoyo y me tomaré otro whisky”.
El verano es el tiempo de las camisetas. Unas dejan al descubierto los fornidos hombros de los efebos, como aquélla que lucía Marlon Brando en su mejor película, y otras se atragantan de luces, como una amnesia, o de cerezas, como un pachá. Es ahora o nunca. Me voy un rato a los clásicos y me traigo el adagio del “carpe diem” para este concurso de camisetas mensajeras. El día es luminoso, efímero y bastante. Como si fuera tonta, me traduzco a mí misma: disfruta, mientras puedas, del instante.