Fe de tontos

Fe de tontos

Son muchos y están en todas partes. Igual en el campo que en la ciudad, y lo mismo en la sierra que en la playa. Cada día que amanece los alumbra por cientos, y ellos solos se juntan, se intercambian rencores, y llegan a la luna nimbados por un aura de ambición, mezquindad y aburrimiento. Van sembrando el camino de un polvo irrespirable, excavan como hormigas, trepan, se reproducen. No sé cómo lo hacen, pero se hacen con todo. Ellos se reconocen como los Invasores. Tienen el corazón como el meñique: cursi, solemne, desdeñoso y tieso.

Mi padre los tenía clasificados. Por grados y familias. Desde el cantamañanas hasta el ablandabrevas, pasando por los maulas, adufes o bausanes. Cada voz con su ejemplo vivito y coleante, su glosa y su preámbulo erudito. Hay en la larga lista un in crescendo que desde el marmolillo emocionante o el casi inofensivo calabaza empieza a vislumbrar el apogeo en los gilis y soplas que nutren nuestro acervo – el gil, el gilimursi, el soplagaitas – , hasta dar en la cumbre del patrio tonterío, que preside el perfecto gilipollas. De puro acrisolado, ése es mi preferido.

Amén de vario en hábitos y hábitats, el gremio de los tontos presume de infinito: los hay que aprueban leyes de suyo inaplicables, los hay que alzan ciudades en medio del desierto, los que a cambio de un triunfo te regalan un cese, los que hierven y espuman al calor de otros necios, los que imponen mordazas a locos y colinas, los que pasan al lado de un violín en el metro, los mediocres, los cortos, los pedantes, los fatuos, los que no se resignan a cerrar un proceso… Habrá quien piense que esto no es más que un desahogo. Pues ya, ¿pero y lo a gusto que me quedo?
Laura Campmany