Un inmigrante rumano, ni tan joven como para despreciar la muerte, ni tan viejo como para despreciar la vida, se ha quemado a lo bonzo en Castellón, ante una subdelegación del gobierno. Es una forma extraña de llamar la atención, y una horrible manera de encarnarse, propia de quien habita a la intemperie. Hemos hecho de España un sueño sin salida. El hombre deseaba regresar a su patria, y le faltaban cuatro, sólo cuatro billetes, que algún desaprensivo, más un algo que un alguien, se apresuró a estafarle. Quizás así, abrasado, pueda volver a casa.
Para prender la mecha que hará de ti una llama, hay que sentir el fuego muy dentro de uno mismo. O haber hecho una cola interminable, o haber sentido cólera y vergüenza, o haber visto, y creído, algún telediario, o haber dado mil pasos de la nada a la nada, o haber llegado al fondo del abismo. Uno es oro o basura según por donde caigan los rayos en tu frente. En todo viaje hay un umbral oscuro, un error, un peligro, una quimera. Al fondo de la cual cruje la noche, o silba el corazón de la mañana.
Ya tenemos un nuevo moribundo. Que España no era un arca ni el granero del mundo, ni siquiera el modesto paraíso que venden los burdeles en nuestras carreteras, que somos ese punto de Occidente donde chocan los trenes que van de la miseria a la arrogancia, ya lo sabe el rumano malherido. Uno apenas es quien para ayudarle. Ni siquiera conozco su lengua, tan cercana. Si decidió quemarse, fue para hacer más cálido, más tangible, el infierno. Ése que nadie apaga, ahora que ya no existe. Que Dios le dé una piel a prueba de promesas. Que Dios le dé un lugar para el olvido, y le salve de todas las llamadas.