Por encima de toda circunstancia, la Historia tercamente nos enseña que la paz es aquello que se implora cuando uno está vencido en una guerra. No hay nadie, mientras tenga expectativas de alzarse con el triunfo en la pelea, que pida paz o esté dispuesto a darla, a menos que el rival se le someta. En eso consistió la «pax romana», o ya la de Pisístrato en Atenas, así se fabricaron los imperios y así debe de ser la paz eterna: un campo donde sólo sopla el viento de quienes lo apaciguan por la fuerza.
Ambicionar la paz es razonable. ¿Qué español no quisiera que la ETA dejara de poner a nuestro paso todos los «accidentes» que perpetra? El anhelo es muy libre de ser puro – también se nutre el alma de quimeras -, pero los sueños son para la almohada, para el verano son las bicicletas. ¿Qué gobernante entregará sus llaves a cambio de que cese la violencia si no es porque la plaza está perdida y ha optado por el sálvese quien pueda? A Zapatero ya le pesan tanto, y tanto se arrodilla al ofrecerlas, que si un nuevo Velázquez las pintara, hiciéralas igual que las de Breda.
No es paz lo que los vascos necesitan, por más que disfrutarla merecieran, sino esa libertad que hace a los hombres garantes de su propia convivencia. Libertad de expresar un pensamiento, libertad de habitar tu propia tierra, libertad de votar o ser votado a poco que respetes unas reglas. Libertad de vivir sin que te impongan, lo que has de hacer, los buitres y las hienas, y libertad de no sumarte al ruego de una paz de temblor y miedos hecha. Hay otra paz, pero ésa no se pide en una confusión de cuatro lemas: la que no da un favor que se suplica, la que otorga una ley que se respeta.