Se ha muerto Víctor, mi suegro, el padre del Vitorio. Estaba en Málaga, visitando a su hija, y se le rompió la cadera. Era fuerte y sufrido, como buen castellano, pero no tanto como para sacar del mar, que aquí es dulce y azul como dos cielos, toda la sangre que perdió en la operación. No tanto como para convertir la brisa, que aquí, en las cumbres del día, es mansa y cálida como un potrillo, en oxígeno puro. Tenía los pulmones de acero, para respirar contracorriente, y la boca cerrada, para no quejarse, y un corazón de trigo con el que dejaba jugar a sus nietos. Se ha muerto y le he llorado. Ésa es mi actualidad, y mi proceso.
La muerte llega a veces sin que te des ni cuenta. Cuando tiene, el futuro, la hondura de una trampa, o cuando le pones alfombras a las serpientes, o cuando juegas con fuego y te quemas, o cuando pisas un avispero, o cuando el año empieza con trece campanadas. A Víctor le falló el ángel que lo llevaba por los caminos de la vida. Estaría en el limbo o repicando. O pintando de espuma una pancarta. Por la paz, o quizás contra la muerte de un hombre sobrio, trascendente y bueno.
No hay que estar, hay que ser contra la muerte. Porque la muerte es agria. Qué viaje de cabello desbocado que vuela. Cómo se transparenta, la tapa de los nichos, y qué violento e innegociable se vuelve el aire que te separa de la ardiente ceniza. Donde estaba un jardín hospitalario, ronco, tierno, profundo y habitable, sólo queda el aroma de una explosión de nardos. Como si el universo se tragara una estrella sin dejar otro rastro que una lluvia de polvo. A Víctor, un mal paso lo sentó en un lucero. Era hombre de leyes, y él ya lo suponía. Lo último que dijo: si me rindo, me muero.